Homilía de monseñor Carmelo Juan Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia, para el 7º domingo durante el año (B)
(22 de febrero de 2008)
I. “¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?”
1. Inmediatamente después de la narración de la purificación del leproso, que leímos el domingo pasado, el Evangelio según Marcos trae la curación de un paralítico (Mc 2,1-12). Y con ella profundiza el sentido de las curaciones que realiza Jesús. No se trata sólo de curaciones médicas del cuerpo, sino que simbolizan que Jesús comienza a construir el Reino de Dios que anuncia, removiendo los obstáculos que impiden ingresar a él. La escena no deja dudas. Cuando todos están esperando que Jesús pronuncie una palabra o haga un gesto que cure al paralítico, sale con una frase desconcertante: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (v.5).
2. Toda la escena muestra que Jesús ve en profundidad. Es a ese nivel que él quiere actuar. Ve, primeramente, al hombre en su dignidad original. De allí, el tono afectuoso con el cual se dirige al paralítico: “¡Hijo!”. Más que del pecado, Jesús se interesa del pecador. Siempre el hombre primero. Ve también la obra destructora del pecado, del que la parálisis corporal es un símbolo. Nada paraliza más al hombre. Y ve los pensamientos de los escribas, testigos de la escena, que murmuran: “¿Qué está diciendo este hombre? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?” (v.7).
3. La primera lectura, del profeta Isaías, muestra cómo el pecado daña gravemente la relación del hombre con Dios: “¡Israel, me has abrumado con tus pecados, me has cansado con tus iniquidades!”. Y que es preciso que Dios intervenga para solucionar la situación: “Soy Yo, sólo Yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados” (Is 43,24-25).
San Pablo mostrará que el pecado tiene una presencia universal: “Todos están sometidos al pecado, tanto los judíos como los que no lo son… Todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3,10.23). Y que salir del pecado no le es posible al hombre solo. Ha roto la amistad con Dios, y sólo Dios la puede restaurar. De allí que Cristo venga, viva y muera por nosotros pecadores: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo murió por nosotros cuando todavía éramos pecadores” (Rom 5,8).
II. “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar”
4. Los que murmuran contra Jesús no se equivocan en atribuir sólo a Dios el poder de perdonar los pecados. Su error está en no ver más allá de las apariencias humanas de Jesús. Todo en él está diciendo que “ha venido a llamar no a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17). Y que tiene poder para ello. La escena de hoy lo muestra inequívocamente: “Para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados – dijo al paralítico – yo te lo mando, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó enseguida, tomó su camilla y salió a la vista de todos. La gente quedó asombrada y glorificaba a Dios, diciendo: `Nunca hemos visto nada igual’” (Mc 2,10-12).
III. “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”
5. Solemos quejarnos que el mundo moderno ha perdido el sentido del pecado. ¿No habremos de hacernos primero el planteo hacia adentro? ¿Qué sentido del pecado tenemos los cristianos? ¿Lo vemos como una situación catastrófica del hombre, pero que no vence a Dios, y que él aprovecha para mostrar su infinita misericordia? ¿Comprendemos el pecado a la luz de la venida de Jesucristo? Los Evangelios unen permanentemente los dos términos. “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17). El mismo nombre de Jesús es explicado por el Ángel en relación al perdón de los pecados: “Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). En su última acción de gracias, Jesús nos revela que su sangre es “la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados” (Mt 26,28). Los demás escritos apostólicos hacen lo mismo. El Cristo que nosotros conocemos es el que vino por los pecadores. Por el amor misericordioso que nos tiene. Como afirma la primera carta a Timoteo: “Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos. Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mi toda su paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la vida eterna” (1 Tm 1,15-16). Podríamos llenar páginas con citas bíblicas que muestran la relación “pecado del hombre y venida de Cristo”, cuyo mejor fruto es el amor compasivo de Dios hacia el pecador, manifestado por medio de su Hijo.
6. En la Iglesia contemporánea hemos aprendido a valorar el amor de Cristo por los pequeños, pobres, débiles, sufrientes y marginados de todo tipo. Pero conviene que nos preguntemos: ¿no estaríamos olvidando, quizá, el amor que brilla en los Evangelios, que es el amor de Cristo por los pecadores? Si fuese así, correríamos el peligro de olvidar la razón más profunda de su venida y de la misión evangelizadora que confió a su Iglesia. Y el amor preferencial por los pobres quedaría sin sustento sólido.
Mons. Carmelo Giaquinta, arzobispo emérito de Resistencia
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