domingo, 8 de febrero de 2009

ALABADO SEA EL SEÑOR QUE, PORQUE ES BUENO


“Alabado sea el Señor que, porque es bueno, sana las heridas de los que sufren y las venda… él cura nuestras heridas” (Sal 147)

Por Mons. Marcelo Martorell

V Domingo durante el año (b)

El domingo de hoy nos inserta en el mundo del dolor, ese mundo tan habitual en nuestras vidas. Sufrimos males y enfermedades del alma, del cuerpo y de la psiquis. Y ciertamente no podemos habituarnos a él. No deseamos sufrir, buscamos más bien lo contrario, queremos estar bien, no tener dolores ni enfermedades, ni padecer las miserias del alma y de la vida en general.-
Sin embargo el sufrimiento de cualquier tipo es parte de nuestras vidas, porque desde que el hombre pecó “entró el mal en el mundo” e hirió el corazón del hombre, inclinándolo al mal, cuando en realidad está creado para el bien y aparecieron las enfermedades, males morales y espirituales, y todo tipo de carencias personales y sociales…El hombre hecho para gozar de la abundancia de Dios, por el pecado se sumergió en un mundo de necesidades.-
La liturgia de la Palabra de este domingo se mueve en ese marco. Job en el dolor de sus propias tribulaciones (Job 7,1-3) “meses de desencanto son mi herencia y mi suerte noches de dolor”. Job es el símbolo de la humanidad sufriente y angustiada por el cúmulo de males físicos y morales. Sin embargo en su alma no ha entrado la desesperación, porque el cree en Dios y lo invoca en todo momento “recuérdate Señor de mi, porque mi vida es un soplo” Gime de dolor, sufre y suplica, y esta súplica no es en vano, porque el Señor lo escuchará, y lleno de ternura, le mandará un Salvador que suavice su sufrimiento y le abra el corazón a una nueva esperanza, un Salvador que cure sus heridas y sane su alma sufriente.
Jesús, el Salvador, es presentado por el evangelista San Marcos rodeado de una multitud de sufrientes: “le trajeron todos los enfermos y endemoniados, la ciudad entera estaba agolpada a su puerta. Jesús curó a muchos que padecían de diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios”. Jesús, el Cristo, alivia el dolor de los enfermos y eleva el alma de los sufrientes. Predica, y con su predicación, da luz a los espíritus y revela el amor de Dios por todos los hombres de la tierra y los lleva a creer en Él. Dios cura las enfermedades del alma y también del cuerpo…Y cuando no cura la enfermedad, da la luz que enseña a llevarlo con esperanza y amor para que el sufrimiento produzca frutos de vida eterna.
Cristo obra la salvación y ella debe perpetuarse para siempre, hasta que Él vuelva, y para ello encomienda a la Iglesia anunciar ésta salvación. La predicación del evangelio y la comunicación eucarística de Cristo, alivia el corazón del hombre que busca una respuesta a su vida llena de dolor, de cualquier dolor. Cristo será la respuesta, el alivio y la esperanza de una vida mejor, para los seres humanos de ayer, cuando caminaba en medio de ellos, para los de hoy, en el corazón de la Iglesia sufriente, y para la realización de la vida nueva y definitiva, cuando Él venga en su gloria.
Por eso, llevar la palabra - “ay de mí si no predicara” (1Cor. 9,16) - y celebrar los misterios es una obligación para la Iglesia y un deber para todo cristiano. Así Cristo quiere aliviar los corazones que sufren y salvar de la iniquidad a los que llevan los males morales al mundo. Son los enfermos los que necesitan del médico y no los sanos…Esa fue la propuesta de Cristo a los fariseos.
La confianza en Él tiene que mover nuestro corazón a una respuesta fe y de amor que cambie nuestras vidas. Pues de ella depende la salud del mundo entero. Y así como el hombre busca alivio a sus enfermedades a través de la ciencia, cuanto más avanza, mayor tiene que ser su confianza en Dios, pues ella, la ciencia, es también un don de Dios en la inteligencia de la mente del hombre.
Que María, nos lleve a buscar en el corazón de Cristo el alivio para nuestras vidas.

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