Fragmento del Estudio Preliminar de Antonio Caponnetto al ensayo –hasta ahora inédito- del Padre Alberto Ezcurra, titulado originalmente De bello gerendo; esto es, De la conducción de la guerra. Recomendamos la lectura completa de esta obra. Acaba de ser editada por Santiago Apóstol, Buenos Aires, 2007.
[…] La Iglesia ha sido puesta en el banquillo de los acusados por sus peores enemigos. Liberales y marxistas insisten en sostener que, durante aquellos difíciles años de la lucha contra la guerrilla terrorista, la Jerarquía calló, cohonestando así, de algún modo, las conductas ilegítimas que habrían cometido las Fuerzas Armadas. La respuesta de la acusada Jerarquía fue tan frágil cuanto penosa. Pues consistió, por un lado, en recordar sus documentos a favor de los derechos humanos, emitidos durante la convulsa época, y por otro, en señalarse como damnificada, reivindicando un martirologio “católico” compuesto por personajes de inequívoca filiación o conexión terrorista.
Si al responder con el recuerdo de textos pro derechohumanistas centraba la cuestión exactamente donde no debía hacerlo, esto es, en el núcleo de la mitología enemiga, convalidándola indirectamente; al atribuirse como víctimas propias o como testigos eclesiales a quienes habían sido cómplices de la escalada subversiva terrorista, pidiendo incluso la beatificación para ellos, sembraba la confusión y potenciaba el engaño hasta límites dolorosísimos por el escándalo que comporta.
En efecto, ¿qué clase de Iglesia es ésta que, para defenderse de las acusaciones de haber estado asociada a la lucha contra la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o ideólogos del bando de la misma, los homenajea efusivamente y los reclama en los altares y en el santoral? ¿Qué clase de pastores son éstos que para levantar el cargo de la complicidad con la represión castrense, aducen haber izado la misma bandera de los derechos humanos que enarbolaron como divisa basal de su ficción ideológica las recuas subversivas? ¿Qué clase de coherencia, en suma, pueden exhibir los obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros y erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en incumplir el deber irrenunciable que tenían de hablarles claro a los hombres de armas, sea para que no delinquieran ni pecaran, o para que combatieran con cristianos criterios e irrenunciables bríos? ¿Qué confianza pueden inspirarnos estos funcionarios eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos, acomodaticios y heterodoxos?
No; no ha salido airosa del banquillo esta irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de “ser la dictadura”, cuando debió ser lo si aquella hubiera existido y en aras del bien común de la Patria, sólo atina a sacarse el incómodo sayo de encima del peor modo posible: Reduciendo su naturaleza salvífica a un internismo de derechas e izquierdas, en el que los exponentes de las primeras habrían sido culpables y las segundas, proféticas voces demandantes de los sacros derechos del hombre.
Por eso ha abandonado a su suerte a los capellanes militares ultrajados y presos mediante falsías inauditas. Por eso niega todo reconocimiento de beatitud martirial a Jordán Bruno Genta y a Carlos Alberto Sacheri, mas anda pronta en canonizar a Angelelli, Pironio, Mujica, los palatinos, las monjas francesas o cuanto socio del marxismo encuentre a su alrededor. Por eso no puede contarse con ella para honrar públicamente la memoria de los caídos en el combate contra los rojos, pero le concede entrevistas e información reservada a vulgares posesos como Olga Wornatu y Horacio Verbitsky, para que en sus respectivos libelos puedan vejar a mansalva a la catolicidad toda que, en su vileza y miopía, juzgan acremente. Por eso, en suma, y ya en tiempos recientes, pudo hablar de la “hombría de bien” de un pastor degenerado que sembró el sacrilegio en Santiago del Estero, como pudo abandonar a su suerte al Ordinario Castrense que se atrevió a recordar la vigencia de la maldición evangélica para los escandalizadores de la niñez. El sodomita, claro, servía a los intereses de la izquierda; al otro, en cambio, con la vara del mundo, se lo juzgó “de derechas”.
Pero si este viene siendo el comportamiento de la “Iglesia de la Publicidad”, como la llamara el Padre Julio Meinvielle, existió y existe la verdadera Iglesia. La que en razón de su Doctrina Social bimilenaria, ya en tiempos del Proceso, y aún antes, entiéndase bien, condenó y repudió por igual a Gelbard o a Santucho, a Firmenich y a Martínez de Hoz, por valernos de emblemas conocidos para ser claros. La Iglesia semper idem, a la que tanto le resulta adversaria la intrínseca perversidad marxista como la pestífera acción del liberalismo. O entrando en tema, a la que tanto le repugna el partisanismo comunista como la guerra sucia de los generales, y paralelamente entonces, tanto sufrió el procedimiento inmoral de la desaparición de guerrilleros, como exaltó y aún celebra a los héroes de nuestras Fuerzas Armadas y de Seguridad que cayeron gloriosamente combatiendo por Dios y por la Patria, en legítima contienda contra la criminalidad de la guerra revolucionaria[…]
Al tiempo de cerrar estas líneas, el panorama de confusiones y de mentiras, de iniquidades y de injusticias cometidas en relación con nuestro tema, no puede ser mayor. Creemos que el hecho de dar regular y prolija cuenta de las mismas desde hace tantos años –mediante el artículo o la clase, la conferencia o el libro- nos eximen ahora de pormenorizar la cuestión. Sólo apuntemos aquí un nuevo dolor que nos lacera más que los antiguos, porque son sus causantes, no ya los enemigos abiertos y frontales, sino aquellos que debieran ser los primeros esclarecidos. No nos referimos a los Pastores, a cuya abdicación y pusilanimidad nos hemos tenido que acostumbrar, tristemente; sino a los que se agrupan y reúnen para honrar el recuerdo de los caídos en aquella gesta contra la Revolución Marxista; a los que se agrupan y reúnen para defender a los que padecen la cárcel y el oprobio por haber valientemente combatido; a los que se agrupan y reúnen con el propósito de revisar y limpiar el pasado reciente. Si cualquier elogio a la bondad de sus intenciones es poco, si cualquier ponderación a la benevolencia de sus corazones es insuficiente, si cualquier reconocimiento a su caridad y tesón es escaso, también será equitativo marcar alguna vez su falta de criterio político, su ignorancia doctrinal, su desconocimiento histórico, su endebles argumentativa, su contemporización con personajes o instituciones de nefastos antecedentes, y hasta su incapacidad para expresarse con un idioma pulcro y ordenado. El liberalismo ha hecho estragos en casi todos ellos. Otro sí el populismo y la deletérea prédica de un cristianismo ghandiano, irenista, democrático y reconciliador de opuestos. Toda esta derecha gorila, por un lado, y toda esa llamada derecha peronista, por otro, que parecen haberse quedado formalmente con la reivindicación de la guerra justa, no son sino un nuevo golpe a la verdad de los hechos, al significado genuino de los mismos y a la memoria de los muertos.[…]
De allí que enhorabuena concluya el Padre Alberto Ezcurra su estupendo análisis recordando un texto clásico de honda significación. Es aquel en el que un centurión romano le escribe a otro narrándole, con orgullo épico, las inmejorables razones por las cuales dieron lo mejor de sí para pelear por la divinidad y por la tierra entrañable. Lo mejor de sí en plena juventud, sin ahorrar sacrificios, desvelos, sufrimientos, privaciones y pesares.
Pero he aquí que un aciago día se entera de que “florece la traición”, de que la epopeya es tergiversada, la gallardía ofendida, el heroísmo ridiculizado, y los muchos perversos “vilipendian nuestra acción”. Una última esperanza de que la especie sea falsa y pasajera lo sostiene. Pero de ser cierto lo que llega a sus oídos, de ser cierto que en Roma se consiente tamaña iniquidad, una sola y rápida promesa profieren sus labios: “¡Cuidado con la cólera de las legiones!”. Cuidado, decimos junto al centurión, con dar por sepultados al escudo y la lanza, al corcel que supo ser brioso y al brazo que dibujó en el aire las líneas de la Cruz.
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Si al responder con el recuerdo de textos pro derechohumanistas centraba la cuestión exactamente donde no debía hacerlo, esto es, en el núcleo de la mitología enemiga, convalidándola indirectamente; al atribuirse como víctimas propias o como testigos eclesiales a quienes habían sido cómplices de la escalada subversiva terrorista, pidiendo incluso la beatificación para ellos, sembraba la confusión y potenciaba el engaño hasta límites dolorosísimos por el escándalo que comporta.
En efecto, ¿qué clase de Iglesia es ésta que, para defenderse de las acusaciones de haber estado asociada a la lucha contra la Revolución Comunista, rehabilita el tener caídos o ideólogos del bando de la misma, los homenajea efusivamente y los reclama en los altares y en el santoral? ¿Qué clase de pastores son éstos que para levantar el cargo de la complicidad con la represión castrense, aducen haber izado la misma bandera de los derechos humanos que enarbolaron como divisa basal de su ficción ideológica las recuas subversivas? ¿Qué clase de coherencia, en suma, pueden exhibir los obispos que hoy no trepidan en contemporizar con los montoneros y erpianos devenidos en funcionarios públicos, como no vacilaron ayer en incumplir el deber irrenunciable que tenían de hablarles claro a los hombres de armas, sea para que no delinquieran ni pecaran, o para que combatieran con cristianos criterios e irrenunciables bríos? ¿Qué confianza pueden inspirarnos estos funcionarios eclesiales llenos de movimientos dúplices, medrosos, acomodaticios y heterodoxos?
No; no ha salido airosa del banquillo esta irreconocible Iglesia. Acusada por los protervos de “ser la dictadura”, cuando debió ser lo si aquella hubiera existido y en aras del bien común de la Patria, sólo atina a sacarse el incómodo sayo de encima del peor modo posible: Reduciendo su naturaleza salvífica a un internismo de derechas e izquierdas, en el que los exponentes de las primeras habrían sido culpables y las segundas, proféticas voces demandantes de los sacros derechos del hombre.
Por eso ha abandonado a su suerte a los capellanes militares ultrajados y presos mediante falsías inauditas. Por eso niega todo reconocimiento de beatitud martirial a Jordán Bruno Genta y a Carlos Alberto Sacheri, mas anda pronta en canonizar a Angelelli, Pironio, Mujica, los palatinos, las monjas francesas o cuanto socio del marxismo encuentre a su alrededor. Por eso no puede contarse con ella para honrar públicamente la memoria de los caídos en el combate contra los rojos, pero le concede entrevistas e información reservada a vulgares posesos como Olga Wornatu y Horacio Verbitsky, para que en sus respectivos libelos puedan vejar a mansalva a la catolicidad toda que, en su vileza y miopía, juzgan acremente. Por eso, en suma, y ya en tiempos recientes, pudo hablar de la “hombría de bien” de un pastor degenerado que sembró el sacrilegio en Santiago del Estero, como pudo abandonar a su suerte al Ordinario Castrense que se atrevió a recordar la vigencia de la maldición evangélica para los escandalizadores de la niñez. El sodomita, claro, servía a los intereses de la izquierda; al otro, en cambio, con la vara del mundo, se lo juzgó “de derechas”.
Pero si este viene siendo el comportamiento de la “Iglesia de la Publicidad”, como la llamara el Padre Julio Meinvielle, existió y existe la verdadera Iglesia. La que en razón de su Doctrina Social bimilenaria, ya en tiempos del Proceso, y aún antes, entiéndase bien, condenó y repudió por igual a Gelbard o a Santucho, a Firmenich y a Martínez de Hoz, por valernos de emblemas conocidos para ser claros. La Iglesia semper idem, a la que tanto le resulta adversaria la intrínseca perversidad marxista como la pestífera acción del liberalismo. O entrando en tema, a la que tanto le repugna el partisanismo comunista como la guerra sucia de los generales, y paralelamente entonces, tanto sufrió el procedimiento inmoral de la desaparición de guerrilleros, como exaltó y aún celebra a los héroes de nuestras Fuerzas Armadas y de Seguridad que cayeron gloriosamente combatiendo por Dios y por la Patria, en legítima contienda contra la criminalidad de la guerra revolucionaria[…]
Al tiempo de cerrar estas líneas, el panorama de confusiones y de mentiras, de iniquidades y de injusticias cometidas en relación con nuestro tema, no puede ser mayor. Creemos que el hecho de dar regular y prolija cuenta de las mismas desde hace tantos años –mediante el artículo o la clase, la conferencia o el libro- nos eximen ahora de pormenorizar la cuestión. Sólo apuntemos aquí un nuevo dolor que nos lacera más que los antiguos, porque son sus causantes, no ya los enemigos abiertos y frontales, sino aquellos que debieran ser los primeros esclarecidos. No nos referimos a los Pastores, a cuya abdicación y pusilanimidad nos hemos tenido que acostumbrar, tristemente; sino a los que se agrupan y reúnen para honrar el recuerdo de los caídos en aquella gesta contra la Revolución Marxista; a los que se agrupan y reúnen para defender a los que padecen la cárcel y el oprobio por haber valientemente combatido; a los que se agrupan y reúnen con el propósito de revisar y limpiar el pasado reciente. Si cualquier elogio a la bondad de sus intenciones es poco, si cualquier ponderación a la benevolencia de sus corazones es insuficiente, si cualquier reconocimiento a su caridad y tesón es escaso, también será equitativo marcar alguna vez su falta de criterio político, su ignorancia doctrinal, su desconocimiento histórico, su endebles argumentativa, su contemporización con personajes o instituciones de nefastos antecedentes, y hasta su incapacidad para expresarse con un idioma pulcro y ordenado. El liberalismo ha hecho estragos en casi todos ellos. Otro sí el populismo y la deletérea prédica de un cristianismo ghandiano, irenista, democrático y reconciliador de opuestos. Toda esta derecha gorila, por un lado, y toda esa llamada derecha peronista, por otro, que parecen haberse quedado formalmente con la reivindicación de la guerra justa, no son sino un nuevo golpe a la verdad de los hechos, al significado genuino de los mismos y a la memoria de los muertos.[…]
De allí que enhorabuena concluya el Padre Alberto Ezcurra su estupendo análisis recordando un texto clásico de honda significación. Es aquel en el que un centurión romano le escribe a otro narrándole, con orgullo épico, las inmejorables razones por las cuales dieron lo mejor de sí para pelear por la divinidad y por la tierra entrañable. Lo mejor de sí en plena juventud, sin ahorrar sacrificios, desvelos, sufrimientos, privaciones y pesares.
Pero he aquí que un aciago día se entera de que “florece la traición”, de que la epopeya es tergiversada, la gallardía ofendida, el heroísmo ridiculizado, y los muchos perversos “vilipendian nuestra acción”. Una última esperanza de que la especie sea falsa y pasajera lo sostiene. Pero de ser cierto lo que llega a sus oídos, de ser cierto que en Roma se consiente tamaña iniquidad, una sola y rápida promesa profieren sus labios: “¡Cuidado con la cólera de las legiones!”. Cuidado, decimos junto al centurión, con dar por sepultados al escudo y la lanza, al corcel que supo ser brioso y al brazo que dibujó en el aire las líneas de la Cruz.
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