Adviento es un llamado a la conversión, a disponer nuestro espíritu, a preparar el camino para este encuentro único y personal. Es un tiempo rico en silencio, en reflexión y oración.
Por Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Adviento es un tiempo de la liturgia que nos prepara para celebrar la llegada del Señor en Navidad. Dios llega al hombre y busca un lugar en el corazón de cada uno de nosotros. Juan Bautista proclama en el evangelio de este domingo: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (Mc. 1, 1-8). Esto significa, a nivel personal, sacar de nosotros todo aquello que impide ese encuentro con el Señor, pienso, por ejemplo, en el orgullo, el egoísmo, la falta de amor, el rencor, es decir, todo lo que nos encierra y nos hace impermeables para este encuentro. El Señor viene a nosotros, pero no entra sino le abrimos la puerta de nuestro corazón. Por ello, Adviento es un llamado a la conversión, a disponer nuestro espíritu, a preparar el camino para este encuentro único y personal. Es un tiempo rico en silencio, en reflexión y oración.
Pero también cuando el Bautista nos habla de remover los obstáculos, de allanar los senderos, se refiere a quitar todo aquello que dificulta el camino del hombre y le impide alcanzar un crecimiento integral en su vida. Me refiero a esos obstáculos que debilitan el desarrollo de sus dimensiones tanto humanas como espirituales. En este nivel, que llamaría social, incluiría no sólo la pobreza material, sino todo aquello que genera un contexto de pobreza cultural, porque banaliza y va destruyendo los valores y comportamientos morales, que son la referencia necesaria para su realización plena. Hablaría, por ejemplo, del nivel de muchos programas de televisión, que preocupados sólo por intereses económicos y de rating, no conocen límites. Esta pobre y cotidiana realidad no nos ayuda a elevar los niveles de vida y convivencia en nuestra sociedad. Luego nos asusta, con cierto cinismo, la violencia, la droga y la deserción escolar. Desgraciadamente esta realidad cuenta con la poca responsabilidad y altura en sus productores, pero también con la pasividad cómplice de las autoridades.
En este sentido, en el reciente documento del Episcopado, decíamos: “La nueva cuestión social, abarca tanto las situaciones de exclusión económica como las vidas humanas que no encuentran sentido y que ya no pueden reconocer la belleza de la existencia. Se desvanece la concepción integral del ser humano, su relación con el mundo y con Dios. Ello se manifiesta, por ejemplo, en el crecimiento del individualismo y en el debilitamiento de los vínculos personales y comunitarios” (CEA. N° 25). Como vemos la crisis actual se plantea principalmente en temas culturales y morales. Hay una orfandad cultural que nos lleva a concluir con una frase esperanzada del Concilio Vaticano II: “…. la suerte de la humanidad está en manos de quienes sepan dar razones para vivir” (G.S. 31). Este es el gran desafío, además de denunciar todo aquello que empobrece culturalmente al hombre, se debe proponer la grandeza de la vida humana con sus valores y exigencias. Esto también debería ser una preocupación pública, un tema de política social, para no dejar al hombre expuesto culturalmente a intereses mezquinos que lo despersonalizan.
Queridos amigos, reciban junto a mi afecto y oraciones, mi bendición de Padre en Nuestro Señor Jesucristo.
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