ENCÍCLICA
EXULTAVIT COR NOSTRUM
SOBRE LOS EFECTOS DEL JUBILEO
PAPA PÍO IX - 1851
A todos los Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios de Lugares en Favor y Comunión con la Sede Apostólica.
Venerables Hermanos, Saludo y Bendición Apostólica.
Nuestra alma se regocija en el Señor, Venerables Hermanos, y humildemente hemos dado gracias a Dios cuando, en medio de las continuas y graves angustias que Nos oprimen en estos tiempos malvados, supimos de los ricos y felices frutos que rebosaban entre vuestro pueblo con ocasión del sagrado Jubileo. Porque Nos habéis notificado que en esta ocasión el pueblo fiel de vuestras diócesis con espíritu humilde y corazón contrito abarrotaba ansiosamente las iglesias para escuchar la predicación de la palabra de Dios. Con sus manchas lavadas por el Sacramento de la Reconciliación, se acercaron a la mesa divina; al mismo tiempo ofrecieron fervientes oraciones a Dios según Nuestros deseos. Y así sucedió que, ayudados por la gracia celestial, muchos abandonaron la inmundicia y el vicio, por los caminos de la verdad y de una vida saludable. Todo esto nos dio el mayor consuelo y alegría, ya que estamos muy ansiosos y solícitos por la salvación de todos los hombres divinamente encomendados a Nuestro cuidado. Deseamos firmemente que todos los pueblos caminen por los caminos de la Fe, amando a Dios y siguiendo sus leyes en el camino de la salvación.
2. Por una parte, Venerados Hermanos, debemos alegrarnos mucho porque el pueblo de vuestras diócesis recibió grandes bendiciones espirituales del santo jubileo; Por otro lado, sin embargo, tenemos que lamentarnos cuando vemos el aspecto afligido y lamentable de nuestra Religión y de nuestra sociedad civil en estos tiempos miserables. Vosotros sabéis con qué artes astutas, con qué opiniones monstruosas y con qué malvados inventos, los enemigos de Dios y del género humano se esfuerzan por pervertir las mentes de todos y corromper sus costumbres. Su objetivo es nada menos que eliminar la Religión y romper los vínculos de la sociedad civil y derribarla desde cero. Por eso debemos deplorar todo lo siguiente: la ceguera que cubre la mente de muchos; la guerra feroz contra todo lo católico y esta Sede Apostólica; el odio espantoso a la virtud y a la rectitud; el vicio libertino dignificado con la engañosa etiqueta de virtud; la libertad desenfrenada de pensar, vivir y atreverse a todo a voluntad; la intolerancia desenfrenada de todo gobierno, poder y autoridad; la burla y el desprecio por las cosas sagradas, por las leyes santas, incluso por las mejores instituciones; la lamentable corrupción de la juventud imprudente; el molesto agregado de malos libros, folletos y carteles que vuelan por todas partes y enseñan el pecado; el virus mortal del indiferentismo y la incredulidad; la tendencia a conspiraciones impías y el hecho de que tanto los derechos humanos como los divinos son despreciados y ridiculizados. Tampoco se os oculta qué ansiedades, qué dudas, y qué vacilaciones y temores surgen de estas cosas para angustiar a todas las mentes rectas. En efecto, son de temer graves males en los asuntos privados y públicos cuando los hombres, abandonando miserablemente las normas de la Verdad, la Justicia y la Religión, se esclavizan a sus propios deseos malvados y desenfrenados en una resuelta labor por todo lo que es pecaminoso.
3. En una crisis tan grande, todos podemos ver que todas nuestras esperanzas deben estar puestas sólo en Dios. Debemos ofrecerle oraciones continuas y fervientes, para que derrame las riquezas de su misericordia sobre todos los pueblos. Debemos implorarle que ilumine todas las mentes con la luz de su gracia celestial, que devuelva a los extraviados al camino de la justicia, que haga volver hacia sí las voluntades rebeldes de sus enemigos, que conceda a todos el amor y el temor de su santo nombre, y darles el espíritu de pensar y hacer siempre lo que es correcto, lo que es verdadero, lo que es modesto, lo que es justo, lo que es santo. El Señor es dulce, suave, misericordioso y rico para todos los que le invocan. Él acoge las oraciones de los humildes y muestra su poder en el perdón y la misericordia. Acerquémonos, Venerables Hermanos, con confianza al trono de la gracia, para que recibamos misericordia y encontremos gracia en su oportuna ayuda. Todo el que pide recibe, todo el que busca, encuentra y todo el que llama, entra [1]. Pero antes demos perpetuas gracias al Señor de las misericordias y alabemos su santo nombre, ya que se digna obrar los prodigios de su misericordia en todo el mundo católico. Por lo tanto, con una sola mente y animados de la misma sinceridad de fe, fuerza de esperanza y ardor de amor, supliquemos humilde y enérgicamente a Dios que libre a su santa Iglesia de todas las calamidades, que la extienda y exalte cada día más entre todas las naciones y en todas partes de la tierra, que purgue al mundo de todos los errores, que conduzca con misericordia a todos los hombres al reconocimiento de la verdad y al camino de la salvación, que aleje propicio el azote de Su ira que merecemos por nuestros pecados, que gobierne el mar y el viento y traiga la tranquilidad, que conceda la paz, que salve a Su pueblo y bendiga Su heredad y la lleve al cielo. Para que Dios incline más fácilmente su oído a nuestras oraciones y conceda nuestros deseos, elevemos nuestros ojos y nuestra mente a la Santísima Madre de Dios, cuyo patrocinio con Dios es más pronto y eficaz que cualquier otro, pues es nuestra Madre más amorosa y nuestra mayor fuente de confianza. Recurramos también a la intercesión del Príncipe de los Apóstoles, a quien Cristo mismo dio las llaves del Reino de los Cielos y a quien hizo roca de su Iglesia, contra la que jamás podrán prevalecer las puertas del infierno. Pidamos también la intercesión de su Coapóstol Pablo, y de los patronos particulares de cada ciudad y región, y de toda la compañía celestial, para que por ellos nuestro bondadoso Señor derrame los ricos dones de su bondad.
4. Por lo tanto, Venerables Hermanos, mientras Nosotros en Nuestra benévola Ciudad ordenamos que se hagan oraciones públicas, Os invocamos a vosotros y a las personas confiadas a vuestro cuidado a que se unan a Nosotros en Nuestros deseos. Con todo celo encendemos vuestra renombrada devoción y piedad religiosa para que también en vuestras diócesis os ocupéis de ordenar oraciones públicas pidiendo misericordia. Y para que los fieles puedan realizar con más fervor estas oraciones que vosotros ordenáis, hemos decidido ofrecer nuevamente los tesoros celestiales de la Iglesia en forma de Jubileo, como claramente comprenderéis por Nuestras otras cartas que acompañan a ésta.
5. Ciertamente nos consuela la esperanza, Venerados Hermanos, de que ángeles de la paz con vinajeras de oro y un incensario de oro en la mano ofrecerán al Señor Nuestras humildes oraciones y las de toda la Iglesia sobre un altar de oro. Seguramente Él los recibirá con semblante amistoso y con asentimiento a los deseos comunes de Nosotros, de vosotros y de todos los fieles. Que Él disipe todas las tinieblas del error, disipe las tormentas de todos los males y dé su brazo derecho en ayuda tanto de los asuntos cristianos como de los civiles. Que Él conceda a todos una misma fe mental, una misma piedad de acción, un mismo amor a la Religión, a la virtud, a la verdad y a la justicia, un mismo celo por la paz y un mismo vínculo de amor, para que el reino de su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, se extienda más de día en día y se fortalezca y exalte en todo el mundo.
6. Recibid, finalmente, como signo de todos los dones celestiales y como testimonio de nuestro ardiente amor, la bendición apostólica que con mucho amor y afecto de corazón impartimos a vosotros, Venerados Hermanos, y a todos los clérigos y fieles laicos confiados a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 21 de noviembre de 1851, año sexto de Nuestro Pontificado.
Nota:
1. Mt 7,8.
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