ALOCUCIÓN
QUAMVIS INQUIETI
del Papa Pío XII
a los Padres de la Compañía de Jesús
Delegados en la Congregación General XXIX
Ahora no hay nada que nos llame más urgente y apremiantemente que restaurar la autoridad de la religión y la disciplina moral cristiana con el debido honor y vigor. ¡Ay, en qué tiempos hemos caído por la negligencia de esos bienes inmortales que nos ha dado Dios! Dondequiera que se mire se ve a los que ignoran totalmente la fe católica, incluso los rudimentos de la propia religión. Vemos a los que no ven nada impío en los crímenes y en las licencias, a los que desprecian hasta las normas más elementales de la moral y de la justicia. Hay quienes se ensañan con las cosas sagradas, y hay quienes las descuidan por pereza. En regiones y naciones enteras el orden social está distorsionado. Son tiempos malos por culpa de los hombres malos. Los hombres deben hacerse buenos para que los tiempos sean buenos.
La Iglesia es consciente y comprende que le corresponde sobre todo resistir a lo que está lleno de maldad y curar a los enfermos. Y emprende esta labor confiando sobre todo en la ayuda y la gracia de Dios. Porque se puede aplicar útilmente incluso en nuestros tiempos lo que dijo el Doctor de los Gentiles: "Pero donde creció el pecado, sobreabundó la gracia" (Romanos 5, 20). Incluso en nuestros tiempos brilla el Sol de la salvación, ya que Cristo nos invita también a la labor apostólica con aquellas palabras: "Levantad los ojos y ved que los campos ya están blancos para la cosecha" (Juan 4, 35). Estas palabras del Divino Redentor sirven sobre todo para las Sagradas Misiones y traen un extraordinario consuelo. Pero son de gran valor también para las naciones y para los cristianos y católicos de todos los tiempos. En efecto, en todas partes el fervor religioso de los cristianos crece y se inflama con nuevos estímulos. En todas partes los ojos y las mentes de los hombres se dirigen a la Iglesia, buscan en ella esa seguridad que es la salvación, la buscan más que a nadie. En todas partes hay muchísimos que tienen realmente "hambre y sed de justicia" (Mateo 5,6) y arden en deseos de luz y de gracia divina.
Esta es la gran obra a la que la Iglesia debe dedicarse. Para llevar a cabo esta obra confía también en vosotros, confiando en vuestro celo y en vuestra dedicación, confiando sobre todo en vuestra profesión religiosa y en vuestra erudición. ¿Será vana nuestra esperanza? Por supuesto que no. Sabemos, por experiencia, con qué celo os movéis y cómo arde vuestra voluntad para participar en lo que hay que hacer. Actuáis por Jesús; y la Compañía de Jesús contribuirá de manera importante a la preparación de ese santo triunfo, y estáis transmitiendo vuestro entusiasmo a muchos otros con vuestro ejemplo.
Pero debéis ser conscientes de algunas condiciones que deben cumplirse, para que lo que planteamos como lo que debe suceder salga bien, y para que cumpláis nuestras expectativas. La más importante es que debéis ser firmemente fieles a vuestras Constituciones y a todas sus prescripciones. Las reglas de vuestra Orden, si os parece oportuno, pueden ser ajustadas aquí y allá a las nuevas ideas del mundo actual. Lo esencial, sin embargo, no puede ser tocado de ninguna manera y debe permanecer siempre. Por ejemplo: Debe conservarse el "terciario", que otras familias religiosas han adoptado a imitación vuestra, y gracias a ese tercer año antes de la Profesión Solemne, la vena de la vida espiritual íntima crece entre vosotros con mayor abundancia. Otras cosas importantes son vuestras costumbres de meditación y silencio, y sobre todo los preceptos tradicionales respecto a la enseñanza de los alumnos. Este modo de instruir ha durado mucho tiempo, y por eso está vivo y es eficaz. Al igual que se necesita mucho tiempo para que crezca un roble fuerte, también se necesita mucha paciencia para formar a un hombre de Dios. Por eso hay que moderar la generosa audacia de los jóvenes que les hace tender a actuar prematuramente. Lo que se hace con demasiada prisa tiene un efecto de dispersión en lugar de edificación, y perjudica tanto a quien actúa así como a la obra apostólica.
Si queréis ser verdaderos e intrépidos apóstoles, fortaleceos asiduamente, formándoos empapándoos del espíritu de los Ejercicios de vuestro Santo Padre Ignacio (cf. Epist. Insti. S.J. n 174, 2) y así adquiriréis sólidas virtudes sobrenaturales que os permitan realizar vuestro servicio a Cristo con una fe ardiente. Como miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo, esforzaos por ganar así los medios de la gracia celestial. Movidos por el amor al Divino Redentor, dejad atrás ese perverso amor a vosotros mismos, humillaos, manteniendo a raya y controlando vuestras emociones, y con la disciplina de esta asistencia, os haréis aptos y listos para llevar a cabo todo lo que se os pida, en apoyo de todas las dificultades.
De ello se desprende que la virtud de la obediencia nunca descansará sobre una base inestable. Vuestra divisa, vuestro honor, vuestra fuerza es la obediencia, que exige ante todo que seáis completamente flexibles a la voluntad de vuestros directores, sin quejas, sin murmuraciones, sin críticas culpables que, como enfermedad de nuestra época, disipan las fuerzas y hacen débiles e infructuosas las iniciativas del trabajo apostólico. Los asuntos pesados que imponen una obediencia austera se volverán ligeros para vosotros, si emanáis amor. Y donde hay amor está Dios mismo, porque "Dios es amor". Que haya en vosotros "la caridad que surge de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera" (I Timoteo 1, 5).
Vuestro deber es ser, de nombre y de obra, no sólo hombres verdaderamente religiosos, sino también hombres de gran saber. Llevad a cabo la tarea de enseñar la teología de palabra y por escrito, los textos bíblicos y otros textos sagrados, las demás disciplinas eclesiásticas y también la filosofía. Este alto honor os pertenece, una noble empresa, pero también la noble razón por la que habéis asumido este ministerio. Para todos y para cada uno de aquellos a los que se ha asignado esta tarea resuena el grito del Apóstol: "Oh, Timoteo, guarda lo que se te ha confiado. Evita la cháchara impía y las contradicciones de lo que se llama falsamente conocimiento" (I Timoteo 6,20)
Por lo tanto, para responder fielmente a tal esperanza, que la Compañía de Jesús sea fiel a sus preceptos que les prescriben seguir la doctrina de Santo Tomás, "como la más sólida, la más segura, la más conforme y ajustada a las Constituciones" (cf. Epitom. Nn. 315-318), y que se mantengan junto al Magisterio de la Iglesia con esa incansable constancia que se asocia a vuestras filas, teniendo, en palabras del propio Santo Fundador de vuestra Sociedad, "el espíritu preparado y dispuesto a obedecer en todo a la verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor, que es nuestra santa Madre, la Iglesia jerárquica", y "creyendo que entre Cristo nuestro Señor, el Esposo, y la Iglesia, su Esposa, está el mismo Espíritu que nos gobierna y rige para la salvación de nuestras almas; Porque por el mismo Espíritu y nuestro Señor que dio los Diez Mandamientos, es dirigida y gobernada nuestra santa Madre la Iglesia" (Ejercicios Espirituales, Reglas para tener el verdadero Sentimiento con la Iglesia, 1a y 13a).
Y si deben cultivar la fe por encima de todo, también deben procurar un aprendizaje esmerado y consumado, y, siguiendo el camino de vuestra Regla, perseguir los avances del pensamiento, tanto y como puedan, convencidos de que pueden contribuir mucho por este camino, por difícil que sea, a la mayor gloria de Dios y a la edificación de la Iglesia. Además, deben dirigirse a los hombres de su tiempo, tanto de palabra como por escrito, de manera que sean escuchados con comprensión y con buena disposición. De ello se deduce que, al exponer y hablar de los asuntos en cuestión, en el modo de formular sus argumentos y en el estilo de hablar que eligen, deben adaptar sabiamente sus discursos al carácter y a la disposición del tiempo en que viven. Pero lo que es inmutable, que nadie lo perturbe ni lo cambie. Mucho se ha dicho, pero no lo suficiente después de la debida consideración, sobre la "Nouvelle Théologie", que, por su característica de moverse junto con todo en un estado de movimiento perpetuo, siempre estará en el camino hacia alguna parte pero nunca llegará a ninguna. Si se pensara que hay que estar de acuerdo con una idea así, ¿qué sería de los dogmas católicos que no deben cambiar nunca? ¿Qué pasaría con la unidad y la estabilidad de la fe?
Ya que consideráis la veneración de la Verdad indefectible como algo santo y solemne, aplicaos a examinar y trabajar con celo aquellos problemas que hacen vacilar a los hombres de hoy en sus creencias, sobre todo si esos problemas son capaces de generar obstáculos y dificultades para los estudiosos cristianos. Arrojando luz sobre esas dificultades y transformando con vuestro esfuerzo lo que parecía un obstáculo, reforzad así su fe. Pero cuando se examinen cuestiones nuevas o atrevidas, que los principios de la doctrina católica brillen con esplendor ante la mente. Que lo que suena con el sonido de algo totalmente nuevo en la teología sea sopesado cuidadosamente con una prudencia vigilante. Distíngase lo que es cierto y firme de lo que se ofrece como conjetura, de aquellas cosas que un modo de pensar transitorio y no siempre loable es capaz de introducir e insertar incluso en la teología y la filosofía. Al que está en el error, que se le tienda una mano amiga. Pero no debe darse ninguna indulgencia a los errores contenidos en sus opiniones.
Hecha esta exhortación, queridos amigos, os impartimos ahora con amor la bendición apostólica, e invocamos sobre vosotros con muchas oraciones la asistencia de Dios, sin la cual nada podemos hacer y con la que podemos hacerlo todo, para que os consagréis a vosotros mismos y a vuestros recursos en el camino de vuestros antepasados y con nuevo celo por la santísima causa del Evangelio. Sed fuertes, haced proezas. "Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. A él sea la gloria, ahora y siempre. Amén". (2 Pedro 3,18)
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