AU MILIEU DES SOLLICITUDES
Sobre la Iglesia y el Estado en Francia
Papa León XIII - 1892
A Nuestros Venerables Hermanos los Arzobispos, Obispos, Clero y Fieles de Francia.
A los Obispos y Fieles de Francia,
1. En medio de las preocupaciones de la Iglesia universal, muchas veces, en el curso de Nuestro Pontificado, hemos tenido a bien testimoniar Nuestro afecto a Francia y a su noble pueblo, y en una de Nuestras Encíclicas, todavía en la memoria de todos, nos esforzamos solemnemente por expresar los sentimientos más íntimos de Nuestra alma sobre este tema. Es precisamente este afecto el que Nos ha hecho contemplar con profundo interés y luego hacer girar en Nuestra mente la sucesión de acontecimientos, a veces tristes, a veces consoladores, que, en los últimos años, han tenido lugar entre vosotros.
2. Por otra parte, al contemplar en la actualidad la profundidad de la vasta conspiración que ciertos hombres han formado para la aniquilación del cristianismo en Francia y la animosidad con la que persiguen la realización de su designio, pisoteando las nociones más elementales de libertad y justicia para el sentimiento de la mayor parte de la nación, y de respeto a los derechos inalienables de la Iglesia Católica, ¿cómo no sentir el más profundo dolor? Y cuando contemplamos, una tras otra, las funestas consecuencias de estos ataques pecaminosos que conspiran para arruinar la moral, la religión y hasta los intereses políticos, sabiamente entendidos, ¿cómo expresar la amargura que Nos embarga y las aprensiones que Nos acosan?
3. Por otra parte, Nos sentimos grandemente consolados cuando vemos que este mismo pueblo francés aumenta su celo y afecto por la Santa Sede en la medida en que esa Sede es abandonada -más bien deberíamos decir guerreada en la tierra. Movidos por sentimientos profundamente religiosos y patrióticos, representantes de todas las clases sociales han venido repetidamente a Nosotros desde Francia, felices de ayudar a la Iglesia en sus incesantes necesidades y deseosos de pedirnos luz y consejo, para estar seguros de que en medio de las actuales tribulaciones no se desviarían en nada de las enseñanzas del Jefe de los Fieles. Y Nosotros, a Nuestra vez, por escrito o de palabra, hemos dicho abiertamente a Nuestros hijos lo que tenían derecho a exigir de su Padre, y, lejos de desanimarlos, los hemos exhortado vivamente a aumentar su amor y sus esfuerzos en defensa de la fe católica y asimismo de su tierra natal: dos deberes de suma importancia, y de los que, en esta vida, ningún hombre puede eximirse.
4. Ahora juzgamos oportuno, más aún, necesario, alzar de nuevo nuestra voz para suplicar aún más encarecidamente, no diremos sólo a los católicos, sino a todos los franceses rectos e inteligentes, que desechen por completo todo germen de lucha política para dedicar sus esfuerzos únicamente a la pacificación de su país. Todos comprenden el valor de esta pacificación; todos continúan deseándola más y más. Y Nosotros, que la deseamos más que nadie, puesto que representamos en la tierra al Dios de la paz, exhortamos por medio de las presentes Cartas a todas las almas justas, a todos los corazones generosos, a que Nos ayuden a hacerla estable y fecunda.
5. En primer lugar, tomemos como punto de partida una verdad bien conocida, admitida por todos los hombres de buen sentido y proclamada en voz alta por la historia de todos los pueblos; a saber, que la religión, y sólo la religión, puede crear el vínculo social; que sólo ella mantiene la paz de una nación sobre bases sólidas. Cuando diferentes familias, sin renunciar a los derechos y deberes de la sociedad doméstica, se unen bajo la inspiración de la naturaleza, para constituirse en miembros de otro círculo familiar más amplio llamado sociedad civil, su objeto no es sólo encontrar en ella los medios de procurar su bienestar material, sino, sobre todo, obtener de ella la bendición del mejoramiento moral. De lo contrario, la sociedad se elevaría muy poco por encima del nivel de una agregación de seres desprovistos de razón, y cuya vida entera consistiría en la satisfacción de los instintos sensuales. Además, sin esta mejora moral sería difícil demostrar que la sociedad civil fuera una ventaja y no un perjuicio para el hombre, en cuanto hombre.
6. Ahora bien, la moral, en el hombre, por el solo hecho de que debe establecer la armonía entre tantos derechos y deberes disímiles, puesto que entra como elemento en todo acto humano, supone necesariamente a Dios, y con Dios, la religión, ese vínculo sagrado cuyo privilegio es unir, con anterioridad a todos los demás vínculos, al hombre con Dios. En efecto, la idea de moral significa, ante todo, un orden de dependencia con respecto a la verdad, que es la luz de la mente; con respecto al bien, que es el objeto de la voluntad; y sin verdad y sin bien no hay moral digna de este nombre. ¿Y cuál es la verdad principal y esencial, aquella de la que deriva toda verdad? Es Dios. ¿Cuál es, pues, el bien supremo del que procede todo otro bien? Dios. Por último, ¿quién es el creador y guardián de nuestra razón, de nuestra voluntad, de todo nuestro ser, así como el fin de nuestra vida? Dios; siempre Dios. Puesto que, por lo tanto, la religión es la expresión interior y exterior de la dependencia que, en justicia, debemos a Dios, de ello se sigue una grave obligación. Todos los ciudadanos están obligados a unirse para mantener en la nación el verdadero sentimiento religioso, y a defenderlo en caso de necesidad, si alguna vez, a pesar de las protestas de la naturaleza y de la historia, una escuela atea se propusiera desterrar a Dios de la sociedad, aniquilando así seguramente el sentido moral hasta en lo más profundo de la conciencia humana. Entre los hombres que no han perdido toda noción de integridad no puede existir diferencia de opinión sobre este punto.
7. En los católicos franceses el sentimiento religioso debe ser aún más profundo y universal, porque tienen la dicha de pertenecer a la verdadera religión. Si, en efecto, las creencias religiosas se dieran, siempre y en todas partes, como base de la moralidad de las acciones humanas y de la existencia de toda sociedad bien ordenada, es evidente que la Religión Católica, por el solo hecho de ser la verdadera Iglesia de Jesucristo, posee, más que ninguna otra, la eficacia requerida para la regulación de la vida en la sociedad y en el individuo. ¿Queréis un ejemplo brillante de esto? Francia misma proporciona el mismo.... A medida que Francia progresaba en la fe cristiana, se la veía elevarse gradualmente a la grandeza moral que alcanzó como potencia política y militar. A la generosidad natural de su corazón, la caridad cristiana vino a añadir una fuente abundante de nuevas energías; su maravillosa actividad recibió un ímpetu aún mayor del contacto con la luz que guía y es prenda de constancia, la fe cristiana, que, de la mano de Francia, trazó páginas tan gloriosas en la historia de la humanidad. ¿Acaso su fe no sigue añadiendo hoy nuevas glorias a las del pasado? Contemplamos a Francia, inagotable en su genio y en sus recursos, multiplicando las obras de caridad en su patria; admiramos sus empresas en tierras extranjeras donde, por medio de su oro y de los trabajos de sus misioneros que trabajan incluso al precio de su sangre, propaga simultáneamente su propio renombre y los beneficios de la Religión Católica. Ningún francés, cualesquiera que sean sus convicciones en otros aspectos, se atrevería a renunciar a una gloria como ésta, pues hacerlo sería renegar de su tierra natal.
8. Ahora bien, la historia de una nación revela de manera incontestable el elemento generador y preservador de su grandeza moral, y si este elemento llegara a faltar, ni la superabundancia de oro ni siquiera la fuerza de las armas podrían salvarla de la decadencia moral y tal vez de la muerte. ¿Quién no comprende, pues, que para todos los franceses que profesan la Religión Católica la gran preocupación debe ser asegurar su conservación, y ello con tanto mayor devoción cuanto que en su seno las sectas hacen del cristianismo objeto de implacable hostilidad? Por eso, en este terreno, no pueden permitirse ni la indolencia de acción ni las divisiones de partido; lo uno sería señal de cobardía indigna de un cristiano, lo otro acarrearía una debilidad desastrosa.
9. Y ahora, antes de ir más lejos, debemos indicar una calumnia astutamente circulada que hace las imputaciones más odiosas contra los católicos, e incluso contra la misma Santa Sede. Se sostiene que ese vigor de acción inculcado a los católicos para la defensa de su fe tiene por motivo secreto mucho menos la salvaguardia de sus intereses religiosos que la ambición de asegurar a la Iglesia el dominio político sobre el Estado. Verdaderamente este es el resurgimiento de una calumnia muy antigua, ya que su invención pertenece a los primeros enemigos del Cristianismo. ¿No fue formulada en primer lugar contra la adorable persona del Redentor? Sí, cuando iluminaba las almas con su predicación y aliviaba los sufrimientos corporales o espirituales de los desgraciados con los tesoros de su divina munificencia, se le acusaba de tener fines políticos. "Hemos encontrado a este hombre pervirtiendo nuestra nación, y prohibiendo dar tributo al César, y diciendo que él es Cristo, el rey [1]. Si liberas a este hombre, no eres amigo del César. Porque cualquiera que se hace rey, habla contra el César.... No tenemos más rey que el César" [2].
10. Fueron estas calumnias amenazadoras las que arrancaron de Pilato la sentencia de muerte contra Aquel a quien repetidas veces había declarado inocente. Y los autores de estas mentiras, o de otras de igual fuerza, no omitieron nada que ayudara a sus emisarios a propagarlas por todas partes; y así reprendió San Justino, mártir, a los judíos de su tiempo: "Lejos de arrepentiros cuando supisteis de su resurrección de entre los muertos, enviasteis a Jerusalén hombres astutamente escogidos para anunciar que una herejía y una secta impía habían sido iniciadas por cierto seductor llamado Jesús de Galilea" [3].
11. Al difamar tan audazmente al cristianismo sus enemigos saben bien lo que hicieron; su plan era levantar contra su propagación un adversario formidable, el Imperio romano. Pero en vano los apologistas del cristianismo con sus escritos, y los cristianos con su espléndida conducta, se esforzaron por demostrar lo absurdo y criminal de estos calificativos: no fueron escuchados. Su mero nombre equivalía a una declaración de guerra; y los cristianos, por el mero hecho de serlo, y no por otra razón, se veían obligados a elegir entre la apostasía y el martirio, sin que se les permitiera otra alternativa. Durante los siglos siguientes prevalecieron, en mayor o menor medida, los mismos agravios y la misma severidad, siempre que los gobiernos se mostraban irrazonablemente celosos de su poder y maliciosamente dispuestos contra la Iglesia. Nunca dejaron de llamar la atención pública sobre la pretendida invasión de la Iglesia sobre el Estado, con el fin de proporcionar al Estado algún derecho aparente para atacar violentamente a la Religión Católica.
12. Hemos recordado expresamente algunos rasgos del pasado para que los católicos no se sientan consternados por el presente. Sustancialmente la lucha es siempre la misma: Jesucristo está siempre expuesto a las contradicciones del mundo, y los mismos medios son siempre utilizados por los enemigos modernos del cristianismo, medios antiguos en su principio y apenas modificados en su forma; pero los mismos medios de defensa son también claramente indicados a los cristianos de hoy por nuestros Apologistas, nuestros Doctores y nuestros Mártires. Lo que ellos han hecho, nos corresponde a nosotros hacerlo también. Pongamos, pues, por encima de todo la gloria de Dios y de su Iglesia; trabajemos por ella con una asiduidad a la vez constante y eficaz, y dejemos todo cuidado del éxito a Jesucristo, que nos dice: "En el mundo tendréis angustia; pero confiad, yo he vencido al mundo" [5].
13. Para conseguirlo, ya hemos dicho que es necesaria una gran unión y que, para realizarla, es indispensable abandonar toda preocupación capaz de disminuir su fuerza y su eficacia. Aquí pretendemos aludir principalmente a las diferencias políticas entre los franceses respecto a la república actual, cuestión que trataremos con la claridad que exige la gravedad del tema, comenzando por los principios y descendiendo después a los resultados prácticos.
14. Durante el siglo pasado se sucedieron en Francia diversos gobiernos políticos, cada uno de los cuales tenía su forma distintiva: el Imperio, la Monarquía y la República. Entregándose a abstracciones, se podría llegar a la conclusión de cuál es la mejor de estas formas, consideradas en sí mismas; y en verdad se puede afirmar que cada una de ellas es buena, siempre que conduzca directamente a su fin, es decir, al bien común para el que está constituida la autoridad social; y por último, se puede añadir que, desde un punto de vista relativo, tal o cual forma de gobierno puede ser preferible por estar mejor adaptada al carácter y a las costumbres de tal o cual nación. En este orden de ideas especulativas, los católicos, como todos los demás ciudadanos, son libres de preferir una forma de gobierno a otra, precisamente porque ninguna de estas formas sociales se opone, en sí misma, a los principios de la sana razón ni a las máximas de la doctrina cristiana. Lo que justifica ampliamente la sabiduría de la Iglesia es que en sus relaciones con los poderes políticos hace abstracción de las formas que los diferencian y trata con ellos de los grandes intereses religiosos de las naciones, sabiendo que suyo es el deber de asumir su tutela por encima de cualquier otro interés. Nuestras Encíclicas precedentes han expuesto ya estos principios, pero era sin embargo necesario recordarlos para el desarrollo del tema que hoy nos ocupa.
15. Al descender del dominio de las abstracciones al de los hechos, debemos guardarnos de negar los principios que acabamos de establecer: permanecen fijos. Sin embargo, al encarnarse en hechos, se revisten de un carácter contingente, determinado por el centro en que se produce su aplicación. Dicho de otro modo, si toda forma política es buena por sí misma y puede aplicarse al gobierno de las naciones, no es menos cierto que el poder político no se encuentra en todas las naciones bajo la misma forma; cada una tiene la suya propia. Esta forma surge de una combinación de circunstancias históricas o nacionales, aunque siempre humanas, que, en una nación, dan origen a sus leyes tradicionales e incluso fundamentales, y por ellas se determina la forma particular de gobierno, la base de la transmisión del poder supremo.
16. Sería inútil recordar que todos los individuos están obligados a aceptar estos gobiernos y a no intentar su derrocamiento o un cambio en su forma. De ahí que la Iglesia, guardiana de la idea más verdadera y elevada de la soberanía política, puesto que la ha derivado de Dios, haya condenado siempre a los hombres que se rebelaban contra la autoridad legítima y desaprobaban sus doctrinas. Y eso también en el mismo momento en que los custodios del poder la utilizaban contra ella, privándose así del más firme apoyo que daba a su autoridad y de medios eficaces para obtener del pueblo la obediencia a sus leyes. Y a propósito de este tema, no podemos insistir demasiado en los preceptos dados a los primeros cristianos por el Príncipe de los apóstoles en medio de las persecuciones: "Honrad a todos los hombres: amad a la fraternidad: temed a Dios: honrad al rey" [6], y los de San Pablo: "Deseo, pues, ante todo, que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de gracias por todos los hombres: Por los reyes y por todos los que están en alta posición, para que llevemos una vida tranquila y apacible, con toda piedad y castidad. Porque esto es bueno y agradable a los ojos de Dios, nuestro Salvador" [7].
17. Sin embargo, aquí debe observarse cuidadosamente que cualquiera que sea la forma de poder civil en una nación, no puede considerarse tan definitiva como para tener derecho a permanecer inmutable, aunque tal fuera la intención de quienes, en un principio, la determinaron... Sólo la Iglesia de Jesucristo ha podido conservar, y seguramente conservará hasta la consumación de los tiempos, su forma de gobierno. Fundada por Aquel que era, que es y que será para siempre [8], ha recibido de Él, desde su mismo origen, todo lo que necesita para proseguir su misión divina a través del cambiante océano de los asuntos humanos. Y, lejos de querer transformar su constitución esencial, no tiene el poder ni siquiera de renunciar a las condiciones de verdadera libertad e independencia soberana con que la Providencia la ha dotado en el interés general de las almas... Pero, por lo que se refiere a las sociedades puramente humanas, es un hecho histórico repetido a menudo que el tiempo, ese gran transformador de todas las cosas de aquí abajo, opera grandes cambios en sus instituciones políticas. En algunas ocasiones se limita a modificar algo en la forma del gobierno establecido; o, de nuevo, irá tan lejos como para sustituir las formas primitivas por otras, formas totalmente diferentes, incluso en lo que se refiere al modo de transmitir el poder soberano.
18. ¿Cómo se producen estos cambios políticos de los que hablamos? A veces se producen como consecuencia de crisis violentas, con demasiada frecuencia de carácter sangriento, en medio de las cuales los gobiernos preexistentes desaparecen totalmente; entonces se impone la anarquía, y pronto el orden público es sacudido hasta sus cimientos y finalmente derrocado. A partir de ese momento, una necesidad social se impone a la nación, que debe proveerse a sí misma sin demora. ¿No es su privilegio -o, mejor aún, su deber- defenderse contra un estado de cosas que la perturba tan profundamente, y restablecer la paz pública en la tranquilidad del orden? Ahora bien, esta necesidad social justifica la creación y la existencia de nuevos gobiernos, cualquiera que sea la forma que adopten; ya que, en la hipótesis en que razonamos, estos nuevos gobiernos son un requisito para el orden público, siendo todo orden público imposible sin un gobierno. De donde se sigue que, en coyunturas semejantes, toda la novedad se limita a la forma política del poder civil, o a su modo de transmisión; en modo alguno afecta al poder considerado en sí mismo. Éste sigue siendo inmutable y digno de respeto, ya que, considerado en su naturaleza, está constituido para proveer al bien común, fin supremo que da origen a la sociedad humana. Dicho de otro modo, en todas las hipótesis, el poder civil, considerado como tal, proviene de Dios, siempre de Dios: "Porque no hay poder sino de Dios" [9].
19. En consecuencia, cuando se constituyen nuevos gobiernos representativos de este poder inmutable, su aceptación no sólo es lícita, sino incluso obligatoria, al venir impuesta por la necesidad del bien social que los ha hecho y que los sostiene. Esto es tanto más imperativo cuanto que una insurrección suscita el odio entre los ciudadanos, provoca la guerra civil y puede sumir a una nación en el caos y la anarquía, y este gran deber de respeto y dependencia perdurará mientras lo exijan las exigencias del bien común, ya que este bien es, después de Dios, la primera y última ley en la sociedad.
20. Así se explica la sabiduría de la Iglesia en el mantenimiento de sus relaciones con los numerosos gobiernos que se han sucedido en Francia en menos de un siglo, provocando cada cambio violentas sacudidas. Tal línea de conducta sería la más segura y saludable para todos los franceses en sus relaciones civiles con la república, que es el gobierno real de su nación. Lejos de ellos el fomentar las disensiones políticas que los dividen; todos sus esfuerzos deberían unirse para preservar y elevar la grandeza moral de su tierra natal.
21. Pero se presenta una dificultad. "Esta República", se dice, "está animada por tales sentimientos anticristianos que los hombres honrados, los católicos particularmente, no podrían aceptarla en conciencia". Esto, más que otra cosa, ha dado lugar a disensiones, y de hecho las ha agravado... Estas lamentables diferencias se habrían evitado si se hubiera tenido cuidadosamente en cuenta la muy considerable distinción entre poder constituido y legislación. En tanto difiere la legislación del poder político y de su forma, que bajo un sistema de gobierno muy excelente en su forma, la legislación podría ser detestable; mientras que todo lo contrario, bajo un régimen muy imperfecto en su forma, podría encontrarse una legislación excelente. Sería una tarea fácil demostrar esta verdad, historia en mano, pero ¿de qué serviría? Todos están convencidos de ello. ¿Y quién, mejor que la Iglesia, está en condiciones de conocerla, ella que se ha esforzado por mantener relaciones habituales con todos los gobiernos políticos? Seguramente ella, mejor que cualquier otro poder, podría contar el consuelo o el dolor que le han causado las leyes de los diversos gobiernos por los que se han regido las naciones desde el Imperio Romano hasta el presente.
22. Si la distinción que acabamos de establecer tiene su mayor importancia, es también manifiestamente razonable: La legislación es obra de hombres investidos de poder y que, de hecho, gobiernan la nación; por lo tanto, se deduce que, prácticamente, la calidad de las leyes depende más de la calidad de estos hombres que del poder. Las leyes serán buenas o malas según las mentes de los legisladores estén imbuidas de buenos o malos principios, y según se dejen guiar por la prudencia política o por la pasión.
23. Que hace varios años diferentes actos importantes de legislación en Francia procedieron de una tendencia hostil a la religión, y por lo tanto, a los intereses de la nación, es admitido por todos, y desgraciadamente confirmado por la evidencia de los hechos. Nosotros mismos, obedeciendo a un deber sagrado, hicimos fervientes llamamientos al que estaba entonces a la cabeza de la república, pero estas tendencias continuaron existiendo; el mal creció, y no fue sorprendente que los miembros del Episcopado francés, elegidos por el Espíritu Santo para regir sus respectivas ilustres iglesias, hayan considerado, incluso hace muy poco, como una obligación expresar públicamente su pesar por la condición de los asuntos en Francia con respecto a la Religión Católica. ¡Pobre Francia! Sólo Dios puede medir el abismo de mal en el que se hundirá si esta legislación, en lugar de mejorar, continúa obstinadamente en un curso que debe terminar arrancando de las mentes y los corazones de los franceses la religión que los ha hecho tan grandes.
24. Y aquí está precisamente el motivo por el cual, dejando a un lado las disensiones políticas, los hombres rectos deben unirse como uno solo para combatir, por todos los medios lícitos y honestos, estos abusos progresivos de la legislación. El respeto debido al poder constituido no puede prohibir esto: el respeto y la obediencia ilimitados no pueden rendirse a todas las medidas legislativas, de cualquier clase que sean, promulgadas por este mismo poder. No hay que olvidar que la ley es un precepto ordenado según la razón y promulgado para el bien de la comunidad por aquellos a quienes, con este fin, se ha confiado el poder. . . Por consiguiente, nunca deben aprobarse los puntos de la legislación que sean hostiles a la religión y a Dios; al contrario, es un deber desaprobarlos. Esto fue lo que San Agustín, el gran Obispo de Hipona, puso de manifiesto con tanta fuerza en su elocuente razonamiento: "A veces los poderosos de la tierra son buenos y temen a Dios; otras veces no le temen. Juliano fue un emperador infiel a Dios, un apóstata, un pervertido, un idólatra. Los soldados cristianos sirvieron a este emperador infiel, pero en cuanto se cuestionó la causa de Jesucristo sólo reconocieron al que estaba en el cielo. Juliano les ordenó honrar a los ídolos y ofrecerles incienso, pero ellos pusieron a Dios por encima del príncipe. Sin embargo, cuando les hizo formar en filas y marchar contra una nación hostil, obedecieron al instante. Distinguían al amo eterno del temporal y aún en vista del amo eterno se sometían a tal amo temporal" [10].
25. Sabemos que, por un lamentable abuso de su razón, y más aún de su voluntad, el ateo niega estos principios. Pero, en una palabra, el ateísmo es un error tan monstruoso que jamás podría, dígase en honor de la humanidad, aniquilar en ella la conciencia de las pretensiones de Dios y sustituirlas por la idolatría del Estado.
26. Definidos así los principios que deben regular nuestra conducta hacia Dios y hacia los gobiernos humanos, ningún hombre sin prejuicios puede censurar a los católicos franceses si, sin ahorrarse fatigas ni sacrificios, se esfuerzan por preservar una condición esencial para la salvación de su país, que encarna tantas gloriosas tradiciones registradas por la historia, y que todo francés tiene el deber de no olvidar.
27. Uno de ellos es el Concordato, que durante tantos años ha facilitado en Francia la armonía entre el gobierno de la Iglesia y el del Estado. Sobre la observancia de este solemne pacto bilateral, siempre fielmente mantenido por la Santa Sede, los enemigos de la Religión Católica no están de acuerdo: los más violentos desean su abolición, para que el Estado pueda ser enteramente libre de molestar a la Iglesia de Jesucristo: no porque estén de acuerdo en que el Estado deba cumplir con la Iglesia los compromisos suscritos, sino únicamente para que el Estado pueda beneficiarse de las concesiones hechas por la Iglesia; como si uno pudiera, a voluntad, separar los compromisos suscritos de las concesiones obtenidas, cuando ambas cosas forman una parte sustancial de un todo. Para ellos, el Concordato no sería más que una cadena forjada para coartar la libertad de la Iglesia, esa santa libertad a la que tiene un derecho divino e inalienable. ¿Cuál de estas dos opiniones prevalecerá? No lo sabemos. Deseamos recordarlas sólo para recomendar a los católicos que no provoquen una secesión interfiriendo en un asunto que compete a la Santa Sede.
28. No sostendremos el mismo lenguaje en otro punto, referente al principio de la separación del Estado y la Iglesia, que equivale a la separación de la legislación humana de la cristiana y divina. No nos importa interrumpirnos aquí para demostrar lo absurdo de tal separación; cada uno lo comprenderá por sí mismo. Tan pronto como el Estado se niega a dar a Dios lo que pertenece a Dios, por una consecuencia necesaria se niega a dar a los ciudadanos aquello a lo que, como hombres, tienen derecho; ya que, sea agradable o no aceptarlo, no se puede negar que los derechos del hombre surgen de su deber hacia Dios. De donde se sigue que el Estado, al faltar a este respecto el objeto principal de su institución, se hace finalmente falso a sí mismo al negar lo que es la razón de su propia existencia. Estas verdades superiores son proclamadas tan claramente por la voz incluso de la razón natural, que se imponen a todos los que no están cegados por la violencia de la pasión; por lo tanto, los católicos no pueden ser demasiado cuidadosos al defenderse contra tal separación. En efecto, desear que el Estado se separe de la Iglesia sería desear, por una secuencia lógica, que la Iglesia quedase reducida a la libertad de vivir según la ley común a todos los ciudadanos... Es cierto que en ciertos países existe este estado de cosas. Es una condición que, si tiene numerosos y graves inconvenientes, ofrece también algunas ventajas -sobre todo cuando, por una afortunada inconsecuencia, el legislador se inspira en principios cristianos- y, aunque estas ventajas no pueden justificar el falso principio de separación ni autorizar su defensa, hacen, sin embargo, digna de tolerancia una situación que, prácticamente, podría ser peor.
29. Pero en Francia, nación católica por sus tradiciones y por la fe actual de la gran mayoría de sus hijos, la Iglesia no debe ser colocada en la situación precaria a que debe someterse entre otros pueblos; y cuanto mejor comprendan los católicos el fin de los enemigos que desean esta separación, tanto menos la favorecerán. Para estos enemigos, y lo dicen con suficiente claridad, esta separación significa que la legislación política sea enteramente independiente de la religiosa; más aún, que el Poder sea absolutamente indiferente a los intereses de la sociedad cristiana, es decir, de la Iglesia; de hecho, que niegue su existencia misma. Pero hacen una reserva formulada así: Tan pronto como la Iglesia, utilizando los recursos que el derecho común concede a los menos entre los franceses, redoblando su actividad nativa, haga prosperar su obra, entonces el Estado interviniendo, puede y pondrá a los católicos franceses fuera del derecho común mismo. En una palabra: el ideal de estos hombres sería la vuelta al paganismo: el Estado sólo reconocería a la Iglesia cuando se complaciera en perseguirla.
30. Hemos explicado, Venerables Hermanos, de una manera abreviada aunque clara, algunos, si no todos, los puntos sobre los cuales los católicos franceses y todos los hombres inteligentes deberían estar en paz y unidad, para remediar, en la medida en que aún sea posible, los males que afligen a Francia y elevar su grandeza moral. Los puntos en cuestión son: Religión y patria, poder político y legislación, conducta que debe observarse en relación con este poder y esta legislación, el Concordato, la separación de la Iglesia y el Estado.... Albergamos la esperanza y la confianza de que la elucidación de estos puntos disipará los prejuicios de muchos hombres honrados y bien intencionados, facilitará la pacificación de las mentes y, de este modo, cimentará la unión de todos los católicos para el sostenimiento de la gran causa de Cristo, que ama a los francos.
31. ¡Cuánto consuela a Nuestro corazón animaros a todos de este modo y veros responder con docilidad a Nuestro llamamiento! Vosotros, Venerables Hermanos, con vuestra autoridad y con el esclarecido celo por la Iglesia y la Patria que tanto os distingue, prestaréis un apoyo capaz a esta obra pacificadora. Nos complace la esperanza de que los que están en el poder apreciarán Nuestras palabras, que tienen por objeto la felicidad y la prosperidad de Francia.
32. Mientras tanto, como prenda de Nuestro paternal afecto, os concedemos, Venerables Hermanos, a vuestro clero y también a todos los católicos de Francia, la bendición apostólica.
Dado en Roma, a 16 de febrero de 1892, decimocuarto año de Nuestro Pontificado.
Notas finales:
1. Lc 23,2.
2. Jn 19. 12-15.
3. Dialog. cum Tryphone.
4. Tertull. In Apolog.; Minutius Felix, In Octavio.
5. Jn 16.33.
6. I Pe 2,17.
7. I Tm 2.1-3.
8. Heb 13.8.
9. Rom. 13.1.
10. Enarrat, en Sal. CXXIV, n. 7, fin.
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